domingo, 16 de agosto de 2009

Portobello Road,

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Se venden: - Piedra de alumbre para después del afeitado. - Esquís de madera de origen alpino con fijaciones de hierro. - O telescopios por donde mirarle a los astros debajo de la falda. Eso es Portobello, una sola rambla en la barahúnda de trastos viejos, donde al sol le da tiempo a esconderse antes que nadie la atraviese entera. De lo flamante a lo obsoleto por una mágica arteria, como si de un desfiladero del tiempo se tratara, se manifiestan los destellos de luz en las vasijas trasnochadas. No hay vestigio de comida china, hindú o mexicana, ello da rienda suelta al etnocentrismo inglés y como mucho a alguna extrañeza en modo de paella valenciana. Nada que ver con su frenética rival. Para conseguir un remanso de paz en Camden es necesario tenderse allá de los turistas, al margen del canal, acompañado de lo más insólito dentro de lo exótico: unos churros con chocolate. Los mercadillos de Londres son un señuelo para la gran feria londinense. Unos vamos por la atmósfera, otros por el bullicio y casi todos, a media voz confesado, por los comestibles. Fotografiarse con una antología de botas excéntricas de agua, comprarle a papá una camiseta con un eslogan obsceno y desaprensivo, o ver punkis con crestas de pelo hasta la bóveda celeste, ha convertido a los mercadillos de Londres en un modo más de solazar la tarde del domingo en familia. Harto distinto a aquel mercado al que me llevaba de pequeña mi madre donde sólo se vendían calzones color carne y bufandas de lana. Wellcome to the World Trade Fair.

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