lunes, 24 de agosto de 2009

La ciudad bajo sospecha.

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Esta ciudad está bajo sospecha

de convertir a los amantes

en estatuas de lluvia.

(De no tenerte a tí espantosamente cerca)

Filóloga no soy o si lo soy no lo sé,

pero intuyo que sus deudas geográficas

me las cobra con capricho en gramática:

donde "estar contigo" es insólito vocablo

en el que apenas incurre mi lengua.
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domingo, 23 de agosto de 2009

El viaje semanal de Viriato

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Hace tiempo que Viriato tiene por costumbre viajar a la Luna de Londres cada domingo de la semana. Para ello atraviesa por los innumerables puentes, sean de piedra, lingote o guijarro, a paso circense de guardia real, mientras invoca a Agostinho da Silva y enumera los nombres de la dinastía británica en escrupuloso orden de irreverencia.  Esta peregrinación semanal la tiene que hacer Viriato para solventar sus problemas de estima con la ciudad. Desde que llegó a ella con empeños de riqueza -hace ya más de cuatro décadas-, pasea por la urbe encogido de huesos, a cuestas y enzarzado con la inevitable pregunta:
¿Qué restó aquí de humano?   Viriato podría ser yo y podría ser cualquiera, siempre de noche rodea el río, siempre el río lo espera, escuchando la rima que la lluvia le sonsaca al asfalto cuando precipita sobre él con alevosía.
-Que la gota no colme el vaso– se apacigua –y que mi sangre nunca llegue al río– desespera. 
El viaje a la luna de Londres es una impotencia en el acto y una celebración de nubes. Pero Viriato, yaciturno compulsivo y soñador insomne, sencillamente arriba a la orilla - entre muelle y muelle y sobre el empedrado-, y en los días de fortuna y ventisca puede contemplar al astro selenita en su espejo de agua. Sólo entonces allí plantado, rememora el tornasolado de luna en las noches de fresca de la costa lusa -cuando las horas se iban en beber vino dulce y juegos de cartas-, tuerce el gesto con dolor y descarga su amargura de raíces en llanto de fados, acompañado de su bandurra.  Londres, valle de lágrimas, está llena de fados, y de cualquier canto de hombre: llámense ragas, tarantelas o tangos. Porque en la poética del dolor Londres reina, y gobierna en la ribera del Támesis la pena del desterrado.
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domingo, 16 de agosto de 2009

Portobello Road,

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Se venden: - Piedra de alumbre para después del afeitado. - Esquís de madera de origen alpino con fijaciones de hierro. - O telescopios por donde mirarle a los astros debajo de la falda. Eso es Portobello, una sola rambla en la barahúnda de trastos viejos, donde al sol le da tiempo a esconderse antes que nadie la atraviese entera. De lo flamante a lo obsoleto por una mágica arteria, como si de un desfiladero del tiempo se tratara, se manifiestan los destellos de luz en las vasijas trasnochadas. No hay vestigio de comida china, hindú o mexicana, ello da rienda suelta al etnocentrismo inglés y como mucho a alguna extrañeza en modo de paella valenciana. Nada que ver con su frenética rival. Para conseguir un remanso de paz en Camden es necesario tenderse allá de los turistas, al margen del canal, acompañado de lo más insólito dentro de lo exótico: unos churros con chocolate. Los mercadillos de Londres son un señuelo para la gran feria londinense. Unos vamos por la atmósfera, otros por el bullicio y casi todos, a media voz confesado, por los comestibles. Fotografiarse con una antología de botas excéntricas de agua, comprarle a papá una camiseta con un eslogan obsceno y desaprensivo, o ver punkis con crestas de pelo hasta la bóveda celeste, ha convertido a los mercadillos de Londres en un modo más de solazar la tarde del domingo en familia. Harto distinto a aquel mercado al que me llevaba de pequeña mi madre donde sólo se vendían calzones color carne y bufandas de lana. Wellcome to the World Trade Fair.
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